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"el nuevo orden" serie el hombre gris, 2016

miércoles, 27 de mayo de 2015

Dejemos hablar al hombre gris




En la década de los setenta del siglo XX, surgieron
en Estados Unidos dos etiquetas artísticas
para designar un tipo de imagen en el que
el fotógrafo dejaba de estar a la espera de que
algo sucediera y pasaba a disponer de aquello
que quería fotografiar mediante su previa puesta
escena. El crítico del New York Times, A. D.
Coleman, acuñó la expresión “el modo dirigido”
de la fotografía, mientras que F. Van Deren
Coke, por entonces director del departamento
de fotografía del Museo de Arte Moderno de San
Francisco, hablada de una “fotografía fabricada”
a propósito de la exposición Fabricated to
be Photographed. Ambos centraron su atención en
los trabajos de una serie de autores americanos
que desafiaban el estatus documental convencionalmente
otorgado a la fotografía con la
fabricación de “falsos documentos”. Frente a la
concepción de la fotografía como testigo ocular
expectante se optó por la puesta en escena como
medio de expresión artística. Poner en juego
procedimientos de escenificación supuso un revisión
del acto de observación fotográfica y de
los mecanismos de construcción del significado
de las imágenes. Un nuevo paradigma fotográfico
cuyos antecedentes históricos, como se encargó
de subrayar A.D. Coleman, se podían rastrear
desde las modulaciones pictorialistas de
la fotografía de finales siglo XIX y comienzos
del XX. Y a los que, sin duda, habría que añadir
la poética surrealista de la yuxtaposición
de objetos extraños y su fascinación irracional
por lugares convertidos en escenas envueltas de
misterio.
La irrupción de la fotografía escenificada en
las prácticas artísticas de los años setenta, y
su definitivo desarrollo en los ochenta, se había
gestado una década antes cuando en los años
sesenta tuvo lugar una ruptura de las lindes
entre las disciplinas artísticas que propiciaba
su contaminación y mixtura. De un lado, bajo
estímulo del arte conceptual surgió la documentación
fotográfica de las artes de acción
(performance, happenings y body art), concebida
como huella del acontecimiento preparado por el
artista pero también como vehículo del concepto
encerrado en la acción captada por la cámara.
Del otro, los planteamientos del arte pop
que, inspirados en la estética y la iconografía
de la de cultura de masas, venían a reforzar la
idea de que todo, incluidas las obras de arte,
forman parte del gran simulacro de la representación
mediática.
Se puso en escena el cuerpo para analizar las
poliédricas nociones de sujeto y de género; se
escenificaron los objetos como metáfora del mundo
como simulacro. El bodegón sufrió una vuelta
de tuerca y la dimensión narrativa del tableau
vivant decimonónico fue incorporada al medio
fotográfico, unas veces recurriendo al imaginario
de la sociedad de consumo, otras sirviendo
al mundo emocional y subjetivo del artista. La
imagen misma se escenificó con el recurso apropiacionista
y la reactualización del collage y
el montaje, ampliadas sus posibilidades creativas
por el incipiente auge de la tecnología digital.
Incluso el propio dispositivo fotográfico



puso en juego su propia autoescenificación como
forma de explorar críticamente las posibilidades
creativas del aparato, esas que no se recogen
en los manuales de instrucciones. Desde Les
Krims y Joel-Peter Witkin hasta Cindy Sherman
y Sandy Skoglund son algunos de los nombres,
muchos de ellos de sobra conocidos, que conforman
la nutrida nómina de artistas vinculados
a este tipo de propuestas. Y algunos críticos,
como Andreas Müller-Pohle, al analizar estas
producciones que se desarrollaron en las últimas
décadas del pasado siglo, han visto en
las estrategias de la escenificación un modo de
producción superior al de “buscar y descubrir”
propio de la fotografía tradicional, pues ésta
última puede ser entendida como una posibilidad
de las primeras.
Duane Michals, una de las figuras precursoras
de la fotografía escenificada de aquellos años,
apuntaba que la imagen fotográfica debe consistir
antes en ser que en ver, debe de entenderse
más como un acto de “invención” que uno de “reconocimiento”.
Y para que un fotógrafo invente
sus propios mundos ha de redefinir el medio
fotográfico en términos de sus propias necesidades
psicológicas y cognitivas. En esto consiste
básicamente el ideario de la escenificación,
en alterar las reglas que tradicionalmente han
regido al proceso fotográfico y sometido la acción
del fotógrafo. Cayetano Ferrández bebe de
la estética de estas aguas, desde sus inicios
como fotógrafo se instaló en la producción de
escenografías. Durante la década de los noventa
lo hizo mediante la recreación iconográfica de
santos, vírgenes y figuras maniatadas, y desde
2001 retratando muñecos articulados en escenas
de pequeña escala; manejando un diverso repertorio
de claves artísticas e intelectuales que
van de Goya a Kafka y del sexo erótico y los
superhéroes a Heidegger. Si en un primer momento
nuestro artista se sirvió del dominio escenográfico
como trasunto de un espacio interior,
como recurso para sacar fuera de sí los fantasmas
que le atormentaban, después, con el uso de
pequeñas figuras y muñecos articulados, el espacio
de representación pasa a funcionar como
objetivación de sus pensamientos sobre el mundo
y la condición humana. El hombre gris, la serie
fotográfica que ahora nos ocupa, constituye la
última realización de este planteamiento.
Bajo nuestro punto de vista, la escenificación
más que una concepción estética en el sentido
fuerte de la palabra habría que considerarla
propiamente una metodología o propedéutica
artística que adopta recursos narrativos inspirados
en el teatro, el cine y la televisión.
La dimensión narrativa es la clave que sostiene
este tipo de estrategias pues la fotografía,
constituida técnica y semánticamente como
instantánea –un corte del flujo temporal y una
detención en seco del movimiento natural de
las cosas–, se muestra aquejada por un inherente
déficit narrativo. Un déficit que la fotografía
siempre ha aspirado a superar por sí misma,
sin el concurso del anclaje textual y desde sus
propias condiciones técnicas, unas veces intentando
condensar la esencia del instante registrado
por la cámara, otras escarbando en la
fugacidad de los intersticios temporales.
En El hombre gris, Cayetano Ferrández aborda la
fotografía como un dispositivo dramatúrgico y,
por tanto, como construcción narrativa. Artistas
como Laurie Simmons y Ellen Brooks fueron
de las primeras un utilizar muñecas de juguete
para construir relatos sobre los estereotipos
de género enraizados en el imaginario colectivo
a través de la educación y los medios de
comunicación de masas. O como David Levinthal
quien especulaba con la ambigüedad entre ficción
y realidad, simulando con soldados de plástico
instantáneas fotográficas tomadas en los campos
de batalla de la II Guerra Mundial. De un
modo similar a ellos, nuestro autor ubica sus
pequeños muñecos en un reducido espacio que el
encuadre fotográfico tiene el efecto de reajustar
en sus proporciones internas para que lo
percibamos como una escena de escala natural.
Pero a diferencia de los artistas americanos,
inspirado en tradiciones pictóricas ajenas a
las estéticas del otro lado del océano, Cayetano
Ferrández prepara escenarios radicalmente
minimalistas, adecuados para una fenomenología
de lo esencial, armados con una iluminación de
claroscuro donde la luz es parte del lenguaje
que modula los significados. La luz se torna un
medio de ocultar y desvelar, de decir sin decir,
de hacernos ver también en las sombras que
ocultan las facciones del rostro o los miembros
del cuerpo. El efecto que le interesa destacar
al autor no es tanto que se salvaguarde la verosimilitud
y coherencia visuales de sus austeras
composiciones como que se posibilite el
acercamiento del espectador a la magnitud ética
y política de las situaciones representadas.



De este modo, ya no tendrá sentido entender la
fotografía –y en este caso, el arte– en términos
de verdad o falsedad sino como construcción,
como ficción. Una ficción que, en términos
nietzscheanos y prescindiendo de los límites de
la moral, sería la manera por la que la mentira
puede decir la verdad. Nuestro artista actuaría
como un ventrílocuo, diciendo sus verdades por
boca de esos hombrecillos grises de mentira. El
arte y la fotografía como máscaras a través de
las cuales hacer resonar la voz del artista en
el espacio público.
Es cierto que en los últimos tiempos, en el
cine y la fotografía ha resurgido con fuerza la
expresión documental. Se ha vuelto a mirar a
la realidad a los ojos, traspasando la pantalla
para tocarla con la mano. Pero es una mirada
muy distinta a la de los documentalistas
clásicos, ya no se trata de certificar un estado
de las cosas sino de construirlo narrativamente,
articularlo en sus facetas menos evidentes,
sin renunciar a la subjetividad, ilustrando
los pliegues de la realidad pero también
los del pensamiento y las emociones porque, en
el fondo, estos son los que pueden iluminar a
aquellos. El acto de pensar es dialógico y las
emociones son dialécticas, acaso por esto, documentar
la realidad no sea sino otra forma de
ficcionarla.
En las imágenes de la serie fotográfica del El
hombre gris, al igual que en las anteriores, no
se esconde el artificio y aunque no veamos la
tramoya ni el andamiaje somos conscientes de
ellos. No hay efectismo pero el truco existe.
El objetivo es producir en el espectador ese
efecto brechtiano de distanciamiento, de extrañamiento
ante la ilusión naturalista de la fotografía.
Como espectadores no empatizamos con
los muñecos retratados, como pretende la fotografía
documental de tinte humanistas, sin embargo,
en estos documentos creados en el estudio,
reconocemos comportamientos humanos viles
y despreciables. Esos sujetos rígidos y artificiosos
–casi se podría decir que descorporeizados–
se conforman en el lugar simbólico de las
luchas sociales y las miserias humanas. Al inculcar
en el espectador la conciencia de estar
percibiendo una realidad construida, se refuerzan
las ideas sobre los comportamientos humanos
que el autor quiere transmitir, provocando una
respuesta reflexiva antes que emocional.


La fotografía queda desarmada para el reconocimiento
de lo individual y lo concreto, lo circunstancial
o anecdótico ¿quiénes son los que
aparecen en estas fotografías? Como en la pintura,
la imagen se transforma en simbólica, ya
no es huella ni tampoco un destilado alegórico
del significado. Lo que importa a nuestro artista
es comunicar. En muchas de estas fotografías
hay algo que asusta y que nos asusta a nosotros
mismos, ese abismo de incomunicación, violencia
y crueldad que está agazapada en nuestro interior,
esa cara oculta de nuestra mente, trabada
por las pulsiones de vida y muerte. El conjunto
de las imágenes fotográficas conforman una
particular representación teatral del mundo y
del ser humano: la de las relaciones sociales
y personales en la sociedad actual. Sin dejarse
atrapar por el cinismo Cayetano Ferrández ensaya
una aproximación a los entresijos de la naturaleza
humana, unas veces descarnada –tal vez
hobbesiana–, irónica y caricaturesca otras.
En este sentido, las evocaciones que sugiere
la figura simbólica del hombre gris son múltiples
pero enlazadas entre si. El gris es ese
color que adolece de indefinición. Es el color
de la soledad y del vacío, pero no como entidad
preñada de posibilidades –que es como Kandinsky
concibió el color blanco– sino como un
hueco existencial. El hombre gris tiene unas
facciones inexpresivas, es asexuado, está vestido
de gris e inmerso en un espacio gris, sin
atractivo, sin fuste ni lustre, insignificante
y casi siempre sometido. Un mero dato estadístico,
una cifra más en los cómputos oficiales.
Sin nada especial que lo distinga de los demás,
es una especie de hombre sin atributos como
el que novelara Robert Musil. Un hombre gris
casi siempre acompañado por otros hombres grises,
conformando una verdadera categoría so-
cial que recuerda a aquellos empleados de los
años treinta –tan cercanos a los de la actualidad–
que Siegfried Kracauer desmenuzó sociológicamente.
Tipos cuya monótona vida laboral, en
las antípodas del mundo multicolor del consumo
y las ficciones cinematográficas, está sometida
a una rígida organización productiva sin margen
para la libertad ni la creatividad. Gris
como el escribiente Bartleby que siempre prefería
decir no. Esos hombres grises somos todos y
cada uno de nosotros, también el propio artista.
Sin embargo, Cayetano Ferrández no ve al ser
humano necesariamente condenado y sin salida,
su concepción no es la de un nihilismo ocluso.
Más bien cree que la realidad es dialéctica y
por tanto es posible subvertir las estructuras
de poder que nos someten y las relaciones de
producción que alienan nuestras posibilidades
de realización. El hombre gris puede levantar
la mirada e imponer sus deseos de libertad.
Algunas de sus imágenes vislumbran esa esperanza
de transformación y de que otro mundo es
posible.
El fotógrafo norteamericano Arthur Tress estaba
convencido de que ni la fotografía documental,
con su carga fáctica y de humanidad, ni las
composiciones estéticas de los pictorialistas
posmodernos eran capaces de estimular verdaderamente
la imaginación y la fantasía humanas.
Se preguntaba dónde están las fotografías revulsivas
y encontró su respuesta: forjado como
fotoperiodista a mediados de los setenta comenzó
a recrear escenografías para traducir la
complejidad de su mundo interior. Si desde hace
cinco mil años el arte ha desarrollado profundas
raíces antropológicas y fuertes motivaciones
psicológicas, parece absurdo, concluía
Arthur Tress, detener la producción de esas
fotografías de las que siempre podemos esperar
algo, de esas fotografías que nos hacen bien o
son capaces de espantar nuestros demonios. Cayetano
Ferrández sigue, insaciable, realizando
fotografías.
Enric Mira
Texto del catalogo "el hombre gris" Centro del Carmen
Valencia  Abril.2015


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